Un cuerpo yace en la cama, aquel que le prometió una pequeña muerte en el descontrol de la noche se le fue de las manos, su belleza lo volvió loco y en la pérdida de cordura ahora se perdía en la vasta casa en busca de preparar el banquete. Ponía servicios y servilletas en la mesa, ponía sus más finos platos, sus más caras copas, porque hoy iba a comer los más tiernos intestinos acompañados de aquellos ojos que tanto adoraba.
Era feliz pues ya no debía soportar los nauseabundos platos y postres que los humanos adoraban comer en compañía. No entendía por qué gastaban su dinero cuando no hay nada más adorable que mutilarse en saturnal, devorando unos a otros.
La mujer esperaba en las cubiertas teñida de un rojo pútrido, su expresión pálida y boquiabierta no cedía en encanto, su cuerpo semidesnudo iluminado por la única lámpara encendida en la casa se endurecía con el paso del tiempo y aquel calor antes siempre presente se desvanecía en el nombre de su asesino.
Tomó el cadáver y torpemente lo transportó a su larga mesa, y con sus largas garras olvidó cada una de las preparaciones que había hecho con gran esmero, sumergiéndolas en el estómago en el frenesí que despertaba su hambre, y tomando así puñados y puñados de vísceras y engulléndolas con antojo. No había comido hace tanto, tanto y hoy se desquitaba.